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Laurel despierta a bordo de una nave alienígena, con la cabeza vendada, los recuerdos en pedazos y cada sentido en alerta máxima. El médico que la atiende dice que la rescató de una brutal red de esclavistas. Es amable. Paciente. Gentil.
Pero en algún lugar de la nave… escucha gritos.
Y cuando sigue el sonido, encuentra a Dru.
Encadenado. Torturado. Lleno de furia.
Su cuerpo está destrozado. Su sangre aún mancha el suelo. Pero en el instante en que sus miradas se cruzan, algo en ella se tensa… y algo en él despierta con un rugido.
Dru ha sido entrenado para soportar cualquier cosa: dolor, aislamiento, guerra. Pero nada lo prepara para la necesidad que lo atraviesa el alma cuando ve a Laurel.
Más que hambre.
Más que instinto.
Laurel es humana, perseguida por recuerdos rotos y aún en proceso de sanar. No confía en el vínculo que la ata a un extraño. Y aun así, siempre regresa, atraída por el fuego en su voz y la promesa peligrosa en sus ojos.
¿Y Dru?
La observa como un depredador encadenado.
Porque cada segundo a su lado lo acerca más a perder el control, a reclamar lo que es suyo.
Y si ella se lo pide, aunque sea una sola vez, arrasará con cualquiera que se interponga entre ellos.
Aunque tenga que quemar la galaxia entera para alcanzarla.